Capítulo 8

Pitt volvió de nuevo a Juniper Stafford. Todo cuanto había averiguado sobre ella y su relación con Adolphus Pryce seguía sin proporcionarle la certeza de si sospechaba o no de ella. Quizá su renuencia fuera puramente emocional, ya que se hallaba presente mientras ella veía morir a su esposo. Entonces no la creyó culpable, solo sintió lástima por ella. Nunca dudó de su dolor. No percibió en él ningún rastro de falsedad.

¿Era vanidad lo que le hacía tan difícil cambiar de opinión, o acaso había un instinto certero, alguna observación inconsciente, que le decía que el dolor de Juniper era real? ¿O era que él deseaba que Aaron Godman fuera inocente? Era una idea inquietante. Supondría una tragedia para todos los implicados salvo Tamar Macaulay, la tragedia real, creíble, del deshonor.

Se encontraba a la puerta de la casa de los Stafford, alzó el llamador y lo dejó caer. Aún había crespones negros en las ventanas, las cortinas estaban medio corridas. Flotaba un aire de desolación, de abatimiento.

La puerta se abrió y un lacayo con brazalete negro lo miró inquisitivamente.

—Lamento molestar a la señora Stafford —dijo Pitt con más autoridad de la que sentía—, pero hay algunas cuestiones más sobre la muerte del juez que necesito tratar con ella. —Sacó su tarjeta—. ¿Podría preguntarle si sería tan amable de recibirme?

—Sí, señor —contestó el lacayo con una obediencia falta de sentimiento.

Cinco minutos después, Pitt se hallaba en la fría salita de mañana cuando entró Juniper Stafford. Vestía de negro, pero su indumentaria delataba un hermoso corte, moderno y reluciente. Lucía unas joyas color Azabache con discretos aljófares engastados en las orejas y el cuello, y su piel desprendía cierta luz, un tenue rubor. Los ojos eran dulces y vivaces. El inspector se sorprendió, y supo al instante que era cierto lo que afirmaba Livesey, que estaba enamorada.

—Buenos días, señor Pitt —saludó ella con una leve sonrisa, deteniéndose nada más entrar—. ¿Ha hecho algún progreso?

—Buenos días, señora Stafford —repuso él con seriedad—. Me temo que muy poco. A decir verdad, cuanto más averiguo, menos atisbo a ver la solución.

Ella avanzó por la habitación y a Pitt le llegó un sutil perfume, inaprensible, menos dulce que la lavanda. Juniper se movía con un frufrú de seda semejante al crujir de las hojas, y sin embargo el vestido parecía abatanado. Si lloraba a Samuel Stafford, se trataba de una emoción a la que subyugaba esa otra que tanto la regocijaba y hacía que su sangre fluyera más aprisa, que tiñera de rojo sus mejillas. Aun así, eso no significaba necesariamente que fuera culpable de la muerte de su esposo.

—No sé qué más puedo decirle para ayudarle —le miraba directamente—. Apenas sé nada de sus casos, solo lo que pueden leer los ciudadanos de a pie. Él no los comentaba conmigo. —Sonrió con una expresión de perplejidad—. Los jueces no lo hacen, ya lo sabe. No es ético. Y dudo de que ningún hombre hable de tales cosas con su esposa.

—Lo sé, señora —concedió Pitt—, pero las mujeres son muy observadoras. Comprenden mucho de lo que no se dice, sobre todo en lo tocante a los sentimientos.

Ella se encogió ligeramente de hombros por toda contestación.

—Se lo ruego, siéntese —dijo.

Juniper se sentó primero, con elegancia, un tanto de lado, en uno de los grandes sillones, y las faldas le cayeron con naturalidad dibujando un arco alrededor. El arte de ser totalmente femenina le resultaba tan sencillo que cuidaba de esos detalles sin ser consciente de ello.

El inspector tomó asiento frente a ella.

—Le estaría muy agradecido si me dijera todo lo que recuerda del día en que murió su esposo —solicitó.

—¿De nuevo?

—Si tiene la bondad. Quizá a posteriori vea usted algo nuevo, o yo pueda comprender la relevancia de algo que no percibí la primera vez.

—Si cree que servirá de algo… —Juniper puso cara de resignación. Si había en ella nerviosismo, Pitt no lo advirtió, y eso que escudriñó su dulce rostro en busca de algo más que tristeza y confusión por el recuerdo.

Le relató exactamente lo mismo que la primera vez: cómo se levantaron y desayunaron; que Stafford pasó algún tiempo en su estudio con diversas cartas; la visita de Tamar Macaulay; las voces levantadas, no airadas, sino vehementes; la partida de la actriz y, poco después, la del propio Stafford tras decir que deseaba hablar de nuevo con los implicados en el asesinato de Farrier’s Lane. Juniper no volvió a verle hasta que regresó por la tarde, sumido en sus pensamientos, preocupado y parco en palabras.

Cenaron juntos, tomaron la misma comida de las mismas fuentes, luego cambiaron su indumentaria por una más formal y acudieron al teatro.

En el entreacto Stafford se excusó y fue al saloncito de fumadores, para regresar al palco justo antes de que se alzara de nuevo el telón. Lo que ocurrió después Pitt lo sabía tan bien como ella.

—¿No cree que debió de ser alguien implicado en el asesinato de Farrier’s Lane, señor Pitt? —aventuró Juniper frunciendo el entrecejo—. Es repugnante acusar a alguien, pero en este caso parece inevitable. El pobre Samuel descubrió algo, no tengo idea de qué, y cuando se dieron cuenta, lo… lo mataron. ¿Qué otra posibilidad hay?

—Todo cuanto he averiguado indica que el veredicto fue absolutamente correcto —afirmó el inspector—. Puede que el caso se llevara con premura, y no cabe duda de que suscitó emociones excesivas y nada gratas, pero el resultado sigue siendo el mismo.

Por vez primera percibió un atisbo de ansiedad en los oscuros ojos de Juniper.

—Entonces ha de haber algo que Samuel descubrió, algo oculto. Después de todo —arguyó la mujer, tardó muchos años en dar con ello. Ni siquiera el tribunal de apelación fue capaz de hacerlo, de modo que no puede ser sencillo. No es de extrañar que usted no lo haya averiguado en tan poco tiempo.

—Si hubiese estado seguro al respecto, señora Stafford, ¿no se lo habría contado a alguien? —preguntó Pitt, mirándola a los ojos—. Tuvo más de una ocasión. Vio al juez Livesey a solas ese día, y sin embargo no le dijo nada.

De nuevo las mejillas de Juniper adquirieron un tenue rubor.

—Habló de ello con el señor Pryce.

—Eso es lo que afirma el señor Pryce —señaló Pitt.

Ella respiró profundamente, vaciló y estuvo a puntó de decir algo, pero cambió de opinión. Se miró las manos, en el regazo, y luego alzó la vista hacia Pitt.

—Quizá el juez Livesey mienta. —Su voz era ronca, y el color de la tez más subido.

—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó el inspector, ecuánime.

—Porque si después de todo el tribunal de apelación se equivocó, su reputación estaría en peligro. —Juniper hablaba ahora con premura, las palabras se atropellaban como si la lengua no la obedeciera—. Fue un caso de lo más infame. El obtuvo mucho prestigio por la forma en que lo llevó, la dignidad y la seguridad de su actuación. La gente se sentía más segura con su presencia en la judicatura. Perdóneme, inspector, pero usted no entiende lo que significa para un juez del tribunal de apelación retractarse de su veredicto. Estaría admitiendo que se equivocó, que no descubrió todos los hechos del caso; o peor aún, que su evaluación de los mismos fue incorrecta, y que consintió inconscientemente una terrible injusticia. Dudo que hubiera alguna censura oficial, pero no es eso lo que importa. Es la vergüenza pública, la pérdida de toda confianza en él lo que resultaría espantoso. Sus sentencias nunca volverían a ser las mismas; ni siquiera los casos pasados tendrían el peso acostumbrado.

—Eso también se podría aplicar al juez Stafford, si el veredicto fuera revocado por algún motivo que pudieran haber conocido en su momento —razonó Pitt—. Y si se tratara de algo que no hubieran podido saber, no serían culpables en modo alguno.

Juniper iba a argüir algo; la certeza, la paciencia para explicárselo se reflejaban en su rostro. Sin embargo la asaltó la confusión.

—Bueno, supongo… supongo que sí. Pero ¿por qué iba a mentir el señor Pryce? Él era el fiscal. Su deber era lograr una sentencia condenatoria si podía. Él no tiene la culpa si la defensa no fue adecuada o si la sentencia fue errónea.

Pitt la observó con atención.

—Siempre cabe la posibilidad de que no tuviera nada que ver con el asunto de Farrier’s Lane, señora Stafford.

Ella parpadeó. La sombra del miedo apareció en sus ojos.

—En ese caso aún tendría menos motivos para mentir —argumentó.

—A menos que el motivo fuera personal —Pitt detestaba hacer eso. Era como un animal divirtiéndose con su presa. A pesar de la gravedad del crimen, no experimentaba satisfacción alguna en la finalidad de la cacería. Era incapaz de sentir la ira que le habría facilitado la tarea—. Estoy enterado, señora Stafford, de que el señor Pryce está profundamente enamorado de usted. —Vio desaparecer el color de su rostro, que quedó pálido, y captó la alarma en sus ojos. Si no existiera culpabilidad ni temiera por Pryce (o tal vez por ella misma), ese comentario la habría hecho sonrojarse—. Me temo que su móvil está demasiado claro —concluyó.

—¡Oh, no! —exclamó casi contra su voluntad, el cuerpo tenso, las manos crispadas en el regazo—.Quiero decir… que… —Se mordió el labio—. Sería absurdo negar ahora que el señor Pryce y yo sentimos… —Miró con intensidad a Pitt, intentando calcular lo que sabía, lo que tan solo estaba adivinando—. Que sentimos un afecto mutuo, pero…

El inspector esperó a que negara que habían tenido una aventura. Observó la lucha en su semblante, el creciente miedo, el intento de sopesar lo que él creería y luego la derrota.

—Confieso que deseé ser libre para casarme con el señor Pryce, y él me ha dado motivos para suponer que siente lo mismo. —Juniper respiró hondo—. Pero es un hombre honesto. Jamás habría recurrido a semejante… a semejante iniquidad, a… matar a mi esposo. —Alzó la voz, desesperada, para añadir—: Créame, señor Pitt, nos amábamos, aceptamos que era imposible que llegara a ser algo más que unos pocos momentos robados, algo que quizá usted desapruebe. —Meneó la cabeza con energía—. Puede que casi todo el mundo lo desapruebe, pero no es un crimen como el asesinato; es un infortunio que aflige a muchos de nosotros. No soy la única mujer de Londres que ha hallado el verdadero amor junto a un hombre que no es su esposo.

—Naturalmente que no, señora Stafford, pero tampoco sería usted la única mujer protagonista de un crimen pasional, si es que fue eso.

Juniper se inclinó hacia él con urgencia, demandando su atención.

—¡No es eso! Adolphus… el señor Pryce… no… él nunca…

—Se dejaría llevar por sus pasiones hasta el punto de recurrir a la violencia para estar con la mujer amada. —Pitt terminó la frase por ella—. ¿Cómo puede estar segura de eso?

—Lo conozco. —Juniper apartó la mirada—. Suena absurdo, ¿no es cierto? Me he dado cuenta antes de que usted lo diga.

—Absurdo no —corrigió Pitt con presteza—. Solo demasiado común. Todos creemos en la inocencia de quienes nos importan, y la mayoría de nosotros cree que conoce bien a la gente. —Sonrió, consciente de que hablaba por sí mismo al igual que por ella—. Supongo que parte de enamorarse tiene que ver con la sensación de que comprendemos, quizá de un modo especial. Ahí radica en gran medida esa intimidad, la idea de que hemos hallado algo noble y lo hemos percibido como nadie más lo hace.

—Parece encontrar las palabras con facilidad. —Juniper volvió a mirarse las manos, crispadas en el regazo—. Sin embargo, explicarlo no lo priva de verdad. Estoy segura de que Adolphus no mató a mi esposo. Jamás me hará pensar lo contrario.

—Y presumo que él está igualmente seguro de que usted no lo hizo —apuntó Pitt.

Esta vez Juniper alzó la mirada de golpe y se quedó mirándolo con fijeza, como si la hubiera herido.

—¿Qué? ¿Qué ha dicho? Usted… oh, Dios mío… ¿le ha dicho todo esto a él? ¿Le ha hecho pensar que yo…?

—¿Que usted era culpable? —El inspector terminó la frase por ella—. ¿O que lo había culpado a él?

Se puso blanca, los ojos le brillaban con un miedo repentino, febril. ¿Era por Pryce o por ella misma?

—Seguro que no le preocupa que él pudiera pensar semejante cosa de usted, ¿no es cierto? —agregó Pitt.

—Naturalmente que no —espetó ella, y en ese instante ambos supieron que no era cierto. Le aterrorizaba que Pryce pensara que había sido ella; la humillación y el horror eran obvios.

Volvió la cabeza para ocultar su rostro.

—¿Ha estado con el señor Pryce? —preguntó de nuevo controlando apenas la voz.

—Aún no —contestó el inspector—, pero tendré que hacerlo.

—E intentará convencerle de que yo asesiné a mi esposo, deseosa de estar libre para poder casarme con él. —Le temblaba la voz—. ¡Es monstruoso! Cómo se atreve a ser tan… a describirme como un ser… tan… insaciable… —Se interrumpió, con lágrimas de ira y miedo en los ojos. Empezó de nuevo—. Él pensaría…

—¿Que usted podría haberlo hecho? —aventuró Pitt—. Seguro que no, si es que la conoce como al parecer usted lo conoce a él.

—No. —Con gran dificultad Juniper recuperó el control, al menos de la voz—. Iba a decir que pensaría que yo era muy presuntuosa, que daba demasiadas cosas por sentado. Es el hombre quien ha de hablar de matrimonio, señor Pitt, ¡no la mujer! —Tenía las mejillas blancas, con dos puntos de color en los pómulos.

—¿Debo entender que el señor Pryce nunca le ha hablado de matrimonio? —preguntó él.

Juniper tragó saliva.

—¿Cómo iba a hacerlo? Ya estoy casada… al menos lo estaba. ¡Naturalmente que no! —Se sentó muy erguida, y él supo otra vez que estaba mintiendo. Debían de haber hablado a menudo de matrimonio. ¿Cómo no iban a hacerlo? Ella alzó un tanto el mentón—. No conseguirá que lo culpe, señor Pitt.

—Está usted muy segura, señora Stafford —dijo él con aire pensativo—. Admiro su confianza. Sin embargo, me lleva a un pensamiento tremendamente desagradable.

Ella lo miraba de hito en hito, a la espera.

—Si fue uno de ustedes, y está usted tan segura de que no fue el señor Pryce… —No fue preciso que terminara.

Juniper quedó sin aliento. Trato de reír y se atragantó. Cuando se hubo recuperado, fue incapaz de negarlo.

—Está usted equivocado, señor Pitt —dijo en su lugar—. No fue ninguno de nosotros dos. Le juro que no fui yo. Es cierto que a veces deseé ser libre, pero lo deseé, eso es todo. Nunca habría hecho daño a Samuel.

Pitt no dijo nada. La miró a la cara, vio las finas perlas de sudor en el labio, la palidez de su tez, casi exangüe.

—Me sentía… me sentía tan segura. No, aún no puedo creer que Adolphus…

—¿Acaso los sentimientos del señor Pryce no eran lo bastante fuertes? —planteó Pitt con amabilidad—. ¿No lo eran? ¿Está usted segura de eso, señora Stafford?

Observó las diversas expresiones que afloraban al rostro de la mujer: miedo, orgullo, negación, regocijo, miedo de nuevo.

Ella bajó la vista a fin de evitar la mirada penetrante del inspector. Le resultaba intolerable negar la pasión de Pryce; sería la negación del amor en sí.

—Tal vez no —concedió con tono vacilante—. No podría soportar ser la culpable de provocar tal… —Levantó la cabeza bruscamente, los oscuros ojos brillantes y audaces—. No tenía conocimiento. ¡Debe creerme! Aun así sigo sin creerlo del todo. Tendrá que demostrarlo fuera de toda duda o continuaré diciendo que se equivoca. Solo yo sé, ante Dios, que no fui yo.

No había placer en la victoria. Pitt se puso en pie.

—Gracias, señora Stafford. Su franqueza me ha sido de gran ayuda.

—Señor Pitt… —Juniper volvió a interrumpirse. Lo que quería decir resultaba inútil. Era demasiado tarde para negar la culpabilidad de Pryce. Ya se había comprometido y no había vuelta atrás—. El lacayo le indicará la salida —añadió—. Buenos días.

—Buenos días, señora Stafford.

Su entrevista con Adolphus Pryce tuvo lugar en el despacho de este y comenzó con bastante comodidad para Pitt, que se sentó en la gran butaca de los clientes. Pryce se quedó en pie junto a la ventana, de espaldas a la librería, una figura esbelta de elegancia innata.

—No sé qué más puedo decir, inspector —aseguró encogiéndose ligeramente de hombros—. Desde luego sé que el opio se vende en toda clase de establecimientos, así que es de suponer que se puede adquirir con cierta facilidad. Yo nunca he hecho uso de él, de modo que se trata de una deducción por mi parte. Pero seguro que eso incluye a todo el mundo. A los desafortunados miembros del círculo de Aaron Godman tanto como a mí o a cualquier otra persona a la que el juez Stafford viera aquel día.

—Ciertamente —aseveró Pitt—. La pregunta era una mera formalidad. Nunca he pensado que pudiera reportar nada de valor.

Pryce sonrió y se apartó un tanto de la ventana, giró su silla tras el escritorio y se sentó cruzando las piernas con elegancia.

—Así pues ¿qué puedo decirle, inspector? Todo lo que sé del caso de Farrier’s Lane es del dominio público. Creí en su momento que fue Aaron Godman, y no he averiguado qué indujo al juez Stafford a dudar de ello. No me dijo nada concreto.

—¿No lo encuentra sorprendente, señor Pryce? —preguntó Pitt lo más ingenuamente que pudo—. Teniendo en cuenta su propio papel en el caso.

—No si sólo albergaba sospechas —respondió Pryce. Su voz cultivada denotaba sensatez. Si estaba inquieto lograba enmascararlo. Pitt habría jurado que el tema no le producía ninguna preocupación personal, solo el interés profesional a que estaba obligado—. Supongo que esperaría a tener pruebas irrefutables antes de volver a abrir un caso tan notorio y poner en tela de juicio un veredicto ya dictado por el tribunal inicial y, posteriormente, corroborado por cinco jueces del tribunal de apelación. —Se reclinó un tanto en la silla—.

Tal vez usted no sea consciente de la tremenda exaltación reinante en el momento. Fue muy desagradable. Numerosas reputaciones estaban en juego, posiblemente incluso la de la propia justicia inglesa. No, estoy convencido de que el señor Stafford tendría que haber estado muy seguro de sus pruebas antes de comentárselo a alguien. Incluso en la más estricta confianza.

Pitt le observó con la mayor atención posible sin que lo pareciera. A Juniper la había invadido el terror. Pryce parecía por completo seguro de sí mismo. ¿Se trataba simplemente de un mayor autocontrol, o bien tenía la conciencia limpia y ni siquiera se le pasaba por la cabeza que podría haber sido ella quien envenenara a Stafford?

Pitt trató de romper la calma.

—Comprendo su razonamiento, señor Pryce, pero como es lógico, también he de considerar otras opciones. Es muy posible que no tuviera nada que ver con el caso de Farrier’s Lane, sino que se tratara de un asunto personal.

—Supongo que es posible —admitió Pryce con cautela, si bien el tono de su voz había sufrido una ligera modificación. No preguntó en qué sentido. No era tan fácil de desconcertar como Juniper.

—Lamento tener que ser tan directo, señor Pryce —continuó Pitt—, pero estoy al tanto de su relación con la señora Stafford. Para muchos eso sería un motivo.

Pryce tomó aire y lo soltó lentamente antes de hablar. Descruzó las piernas.

—Es muy posible, pero no para mí. ¿Es eso lo que ha venido a preguntarme?

—Entre otras cosas —reconoció el inspector encogiéndose un tanto de hombros—. ¿Me está diciendo que no se sintió tentado a hacerlo? ¿Seguro que no deseó que el juez Stafford… desapareciera? ¿O acaso he juzgado mal la profundidad de sus sentimientos por la señora Stafford?

—No. —Pryce cogió una barrita de lacre y comenzó a juguetear con ella distraídamente, evitando la mirada de Pitt—. No, por supuesto que no, pero ningún sentimiento, por profundo que sea, excusa el asesinato.

—¿Y qué lo excusa? —preguntó Pitt con amabilidad, aun cuando sus palabras fueran duras.

—No estoy seguro de entenderle —dijo Pryce cauteloso. La confianza en sí mismo se había esfumado, y ahora jugueteaba nerviosamente con el lacre y su respiración era más agitada.

Pitt aguardó, negándose a ayudarle o a dar por concluido el asunto.

—El amor —Pryce se revolvió un tanto en la silla— explica muchas cosas, por supuesto, pero no excusa nada.

—Estoy de acuerdo, señor Pryce. —Pitt seguía observando su rostro—. No el engaño, la seducción, la traición de un amigo, el adulterio…

—¡Por el amor de Dios! —Pryce rompió el lacre. Tenía el rostro blanco. Se acomodó en el asiento, rígido, buscando algo que decir, luego se hundió de repente—. Es… es cierto —admitió con voz queda y algo ronca—. Y nunca sabrá lo mucho que lo lamento. He sido en extremo imprudente, he perdido el juicio y me he dejado llevar… —Hizo una pausa. Alzó la vista de pronto y miró a Pitt a los ojos—. Pero eso no es un asesinato.

El inspector permaneció en silencio sin dejar de observarle con atención.

Pryce respiró lenta, profundamente, el rostro casi blanco, aunque comenzaba a recobrar parte de su serenidad. El esfuerzo había sido tremendo.

—Naturalmente me hago cargo de que debe considerar la posibilidad. La lógica lo requiere. No obstante, le aseguro que no tuve nada que ver con su muerte.

Nada en absoluto. No… —Se mordió el labio—. No sé cómo demostrarlo, pero es la verdad.

Pitt sonrió.

—No esperaba que fuera a confesarlo, señor Pryce… no más que la señora Stafford.

El rostro de Pryce se tensó de nuevo, el cuerpo rígido en la silla.

—¿Le ha dicho esto mismo a la señora Stafford? Eso es… —Entonces se interrumpió, como si nuevos pensamientos ocuparan su mente.

—Desde luego —contestó el inspector con calma—. Me inclino a pensar que los sentimientos de ella hacia usted son muy profundos. Debe de haber deseado a menudo ser libre.

—Desear no es… —Pryce cerró los puños. Respiró hondo—. Por supuesto. Sería descortés de mi parte decir que yo no lo esperaba… además de falso. Ambos deseábamos que ella fuera libre, pero poco tiene eso que ver con cometer un asesinato. Ella le habrá dicho lo mismo. —Calló, a la espera de la respuesta de Pitt.

—La señora Stafford lo negó —convino el inspector—. Y negó, claro está, que usted tuviera algo que ver con ello.

Pryce volvió la cara y emitió una risilla, un sonido ronco, nervioso.

—Esto es ridículo, inspector. Admito… que la señora Stafford y yo tenemos una relación que… que… era indecorosa… pero no… —añadió sin mirar a Pitt— no un simple devaneo, no un mero… —Hizo una pausa y volvió a empezar—. Se trata de un sentimiento muy profundo. La tragedia de algunas personas reside en enamorarse perdidamente de alguien cuando es imposible que puedan casarse. Eso es lo que nos ha sucedido a nosotros. —Sus palabras eran muy formales, y Pitt no sabía si Pryce creía en ellas o si estaba diciendo lo que esperaba que fuera la verdad.

—Estoy seguro —admitió Pitt, consciente de que estaba hurgando en la herida—; de lo contrario difícilmente habría arriesgado su reputación y su honor por una aventura.

Pryce alzó la vista con brusquedad y lo miró.

—Existen algunos círculos sociales en los que algo así se pasa por alto —continuó Pitt, implacable— si uno es lo bastante discreto, pero dudo que la judicatura sea uno de ellos. ¿No cree que las esposas de los jueces, al igual que la del César, han de estar libres de toda sospecha?

Pryce se puso en pie y se dirigió hacia la ventana, de espaldas a Pitt. Tardó algunos segundos en responder; cuando habló, su voz sonó apagada.

—Las esposas de los jueces son humanas, inspector. Si su conocimiento de la alta burguesía fuera algo más profundo que la capacidad somera de citar algún pensamiento de Shakespeare, no sería preciso que yo le dijera eso. Puede que los códigos de conducta sean ligeramente distintos de una clase social a otra, pero las emociones son las mismas.

—¿Qué intenta decirme, señor Pryce? ¿Que su pasión por la señora Stafford le llevó a verter opio en la petaca de Samuel Stafford?

Pryce se dio la vuelta.

—¡No! ¡No… yo no lo maté! No le hice ningún daño… ni contribuí a ello en modo alguno. No… no tengo conocimiento de ello… ni antes ni después.

Pitt mantenía una máscara de incredulidad.

Pryce tragó saliva con dificultad, como si se ahogara.

—Soy culpable de adulterio, pero no de asesinato.

—Me cuesta creer que desconozca quién lo hizo —afirmó Pitt, si bien no era cierto.

—Yo… yo… ¿qué espera que le diga? —Pryce jadeaba entre palabra y palabra, como si tuviera que obligarse a hablar—. ¿Que Juniper… la señora Stafford… lo mató? Tendrá que esperar de por vida. No voy a decirlo.

Sin embargo lo había dicho, y la ironía se reflejaba en sus ojos. Su mente había albergado dicho pensamiento y ahora sus labios lo dejaban escapar.

Pitt se levantó.

—Gracias, señor Pryce. Ha sido usted muy franco. Se lo agradezco.

Pryce estaba visiblemente asqueado consigo mismo.

—¿Quiere decir que le he permitido ver que mi defensa de la señora Stafford es flaca y que temo por ella? Sigo sin creer que tuviera algo que ver en la muerte de su esposo, y la defenderé hasta el final.

—Si tuvo algo que ver, señor Pryce, el final llegará pronto —repuso Pitt encaminándose hacia la puerta—. Gracias por su tiempo.

—¡Pitt!

Este se giró con expresión inquisitiva.

Pryce tragó saliva y se humedeció los labios.

—Es una mujer muy emocional, pero realmente no… no. —Se interrumpió. Su honradez le impedía disculparla después de lo que había confesado.

—Buenos días —se despidió Pitt con calma antes de salir al frío pasillo.

—No, señor, lo dudo —dijo más tarde a Micah Drummond.

Este estaba frente al fuego de su despacho, los pies algo separados, las manos a la espalda. Miró a Pitt con el entrecejo fruncido.

—¿Por qué no? ¿Por qué no ahora más que antes?

Pitt estaba repantigado en el mejor sillón, las piernas estiradas cómodamente.

—Porque cuando la vi, para empezar defendió al señor Pryce —respondió—. Estaba segura de que era imposible que lo hubiera hecho él. No creo que ni siquiera se lo planteara. Sus sentimientos no se lo permitirían. Luego, cuando le comenté que parecía poco probable que Aaron Godman fuera inocente y que existiera algún motivo por el que algún implicado en el caso de Farrier’s Lane quisiera matar al juez, no pudo evitar por más tiempo pensar que fuera ella misma o Pryce. —Miró a Drummond—. Su temor más inmediato fue que hubiera sido Pryce. Lo vi en su cara en el momento en que le pasó por la cabeza.

Drummond clavó la vista en la alfombra, pensativo.

—¿No es lo bastante inteligente para hacerle creer precisamente eso?

—No creo que ni la propia Tamar Macaulay pudiera actuar tan bien como para tener el aspecto que ella tenía —dijo Pitt con sinceridad—. Actuar es cuestión de gestos exagerados, movimientos de las manos y del cuerpo, tonos de voz, inflexiones; ni siquiera el actor más brillante puede hacer que la sangre desaparezca del rostro.

—Entonces quizá sí fuera Pryce —propuso Drummond, casi esperanzado—. Tal vez la impaciencia lo consumiera; no le bastara con una aventura, deseara el matrimonio. —Se encogió de hombros—. O le pusiera nervioso una relación ilícita prolongada. Quizá ella se volviera indiscreta o le exigiera más atenciones.

—¿De modo que Pryce recurrió al asesinato? —inquirió Pitt con cierto sarcasmo—. Pryce no me parece un hombre histérico. Imprudente en sus pasiones, irrefrenable, egoísta, capaz de permitir que la obsesión por una mujer destruya su sentido de la moralidad, no cabe duda; pero no hasta el punto de arrojarlo todo por la borda para no ganar nada. Conoce la jurisprudencia demasiado bien para imaginar que se saldría con la suya.

—¿Por qué no? —lo interrumpió Drummond—. ¿Tan grande es la distancia que separa el adulterio y la traición a un hombre que confiaba en él, que era su amigo, del asesinato de dicho hombre?

—Sí, eso creo —respondió Pitt inclinándose—. Aparte de eso, Pryce es abogado. El adulterio es un pecado, mas no un delito. Es posible que la sociedad te vuelva la espalda por un tiempo si eres demasiado descarado. Por un asesinato, te ahorcan. Pryce lo ha visto demasiado a menudo para pasarlo por alto.

Drummond hundió las manos en los bolsillos y no dijo nada. Su mente no estaba tan concentrada en ello como la de Pitt, y este lo sabía. Había acudido a él porque era su deber y necesitaba el consentimiento de Drummond para indagar en el caso de Farrier’s Lane.

—A ello hay que añadir —continuó— que cuando fui a verlo y mencioné que él era el sospechoso más obvio, se asustó y desvió mi atención hacia la señora Stafford.

Por vez primera la expresión de Drummond delató una profunda emoción. Dibujó una mueca de repugnancia y el dolor le inundó los ojos.

—Que espectáculo más trágico —dijo con voz queda—. Dos personas enamoradas intentando eludir la sospecha mediante el expediente de hacerla recaer sobre los hombros del otro. Eso demuestra que su supuesto amor no era más que un capricho, que nace deprisa y muere tan pronto como aparece el interés propio. Usted ha demostrado que era deseo, lujuria. —Contempló el fuego—. No ha demostrado usted que no fuera lo bastante fuerte para provocar un asesinato. Como respuesta basta el instinto de conservación. Más de un criminal traicionará a sus cómplices para salvarse.

—No es eso lo que yo he dicho —aclaró Pitt con cierta brusquedad. El hecho de que la mente de Drummond careciera de su habitual agudeza le dificultaba las cosas—. Al principio Pryce estaba seguro de que no pudo haber sido la señora Stafford, luego se dio cuenta de que sí podría haber sido ella. Temía por sí mismo, no cabe duda, pero por vez primera temía por ella, no porque la culparan erróneamente, sino porque en efecto hubiera podido hacerlo.

—¿Está seguro? —Drummond bajó las cejas—. Parece insinuar que en realidad ninguno de los dos lo hizo. ¿Es eso lo que quiere decir?

—Sí. —Pitt controlaba a duras penas su impaciencia—. Son culpables de egoísmo, de confundir obsesión con amor y engañarse pensando que este todo lo excusa, cuando no excusa nada. El deseo incontrolado es comprensible, pero no hay nada noble en él. Es egoísta y, en último término, destructivo. —Se inclinó aún más mirando con fijeza a Drummond—. Ninguno de ellos se preocupaba verdaderamente por el bienestar del otro, de lo contrario nunca habrían permitido que la pasión dictara su conducta. —Miró a Drummond a los ojos—. Sueno pomposo, ¿no es cierto? —admitió—. ¡Pero la justificación me enoja tanto! Si hubieran sido honrados no habrían causado tanta destrucción ni acabado al final sin nada.

Drummond tenía la mirada perdida.

—Lo siento. —Pitt se irguió—. Debo volver a Farrier’s Lane.

—¿Qué? —Drummond le lanzó una mirada penetrante.

—Si no han sido ni Juniper Stafford ni Pryce, entonces debo volver a Farrier’s Lane —repitió Pitt—. Fue alguien a quien Stafford vio ese día, ya que la petaca estaba limpia cuando Livesey y su compañero de mesa bebieron de ella. Lo cual nos deja solo a los implicados en el caso.

—Pero eso ya lo hemos analizado —arguyó Drummond—. Todo lo que hemos investigado sigue indicando que Godman era culpable y, si lo era, ¿por qué iba nadie a matar a Stafford porque quisiera reabrir el caso? Además, no hay pruebas de que pretendiera hacerlo. Livesey dijo que no tenía la menor intención.

—Livesey dijo que no tenía conocimiento de que fuera a hacerlo —corrigió el inspector—. Acepto que Livesey opine que el caso está cerrado, pero eso no significa que Stafford no encontrara nada ese día. Bien podría haber decidido guardárselo para sí hasta que tuviera pruebas.

—¿De qué? —preguntó Drummond exasperado—. ¿De que no fue Godman quien mató a Blaine? ¿Quién, por el amor de Dios? ¿Fielding? No hay pruebas. No las hubo en su momento, ¿y qué cree que podría hallar ahora alguien, y menos aún Stafford?

—No lo sé —admitió Pitt—, pero quiero volver a investigar todo el caso. He de hacerlo para averiguar quién mató a Stafford.

Drummond suspiró.

—Entonces supongo que será mejor que lo haga.

—¿Con su consentimiento? A Lambert no le gustará.

—Naturalmente que no. ¿Le gustaría a usted?

—No. Pero una vez que me preguntara si me equivoqué, tendría que saberlo.

—¿Ah, sí?—dijo Drummond con ironía. Se apartó del fuego y se dirigió al escritorio—. Sí, por supuesto que con mi consentimiento. No obstante, tendrá que ser diplomático si espera lograr algo. Lambert no es el único a quien no le va a gustar. Está usted ofendiendo a muchas personas. El subcomisario me ha estado importunando para que resolvamos el asesinato de Stafford lo antes posible, y sin remover el caso de Farrier’s Lane, intranquilizar a la población y cuestionar el veredicto original. Ya hay bastantes personas tratando de provocar malestar tal como está. No debemos darles argumentos para que continúen minando la jurisprudencia. Los asesinatos de Whitechapel hicieron mucho daño a la policía, ya lo sabe.

—Sí, lo sé —-convino Pitt al punto. Conocía de sobra las dimisiones que dicho asunto había provocado y las cuestiones suscitadas en el Parlamento, el resentimiento popular contra una policía a la que se pagaba de los impuestos. Seguía habiendo muchas personas, algunas con notable influencia, que creían que un cuerpo de policía era mala idea y con gusto habrían vuelto a los alguaciles y a los detectives de Bow Street.

—Y el ministro del Interior también la ha tomado con nosotros —continuó Drummond, mirando a Pitt y mordiéndose el labio—. No quiere un escándalo.

Pitt pensó en el Círculo Interior, pero no dijo nada. Drummond era tan impotente como él para luchar contra eso. Podrían adivinar quién formaba parte de él; no lo sabrían a menos que se pidieran favores, y entonces sería demasiado tarde.

—Por el amor de Dios, tenga cuidado, Pitt —urgió Drummond—. Asegúrese de que está en lo cierto.

—Sí, señor —repuso Pitt obediente, y se puso en pie—. Gracias.

Pitt vio a Lamben a primera hora de la mañana, cuando este aún parecía algo soñoliento y todo menos complacido con la visita.

—No puedo decirle nada más —aseguró antes de que Pitt preguntara nada.

—Supongo que si supiera algo me lo habría dicho en su momento —repuso el inspector. Esperaba parecer despreocupado, no condescendiente, pero se le pasó por la cabeza si acaso Lambert no sería también miembro del Círculo Interior. No obstante, odiaba revisar el trabajo de otro hombre como si esperara hallar en él un error de gran magnitud, aunque sentía que no tenía alternativa. Contempló el rostro ajado, enfadado de Lambert. En su lugar se lo habría tomado a mal pero, como había dicho a Drummond, también habría querido saber la verdad. La incertidumbre habría sido peor, yacer despierto en la cama dándole vueltas una y otra vez en la cabeza hasta que cada posible error se le antojara real y la culpa lo echara todo a perder, desapareciera la confianza, todas las demás decisiones parecieran erróneas.

Volvió a mirar a Lambert, incómodo en su silla.

—¿Acaso no necesita saberlo? —preguntó Pitt con franqueza.

—Ya lo sé. —Lambert rehuyó su mirada—. Las pruebas fueron concluyentes. Ahora mismo tengo entre manos bastantes casos como para investigar casos pasados que están cerrados. —Alzó la vista, con la culpa y la ira escritas en el rostro—. Nos ocupamos de él con cierta premura, lo admito. No voy a decir que todas las decisiones fueran las que yo tomaría si tuviera que volver a hacerlo, con más tiempo para pensar, sin nadie acosándome día y noche a fin de que efectuara un arresto. Pero también es muy posible que usted llevara algunos de sus casos de forma diferente si tuviera una segunda oportunidad. Empezando por el caso de Highgate.

—Es cierto —concedió Pitt con calma, recordando la segunda muerte con tristeza malsana—. Sin embargo, tengo la intención de volver sobre el caso de Farrier’s Lane. No quiero hacerlo sin usted, pero lo haré si me obliga. —Clavó la vista en los ojos apenados de Lamben—. Si está seguro de que procedió con corrección en lo esencial, todo lo que haré es demostrarlo. —Se inclinó—. Por el amor de Dios, no pretendo hallar fallos en su actuación. Tan solo quiero verificar los hechos. Sé lo que es trabajar bajo presión, con los periódicos exigiendo un arresto en cada edición, la gente gritando en las calles, el subcomisario pidiendo informes a diario y el ministro del Interior haciendo frente a preguntas en la Cámara de los Comunes.

—No como en este caso —dijo Lambert con amargura, si bien un tanto apaciguado.

—¿Podría ver los expedientes y pedir a Paterson que me ayude a localizar a los testigos? —solicitó Pitt.

—Puede hablar con Paterson, pero no puedo prescindir de él para que vaya por ahí con usted. Le dirá lo que recuerda. Obtendrá los nombres de los expedientes y tendrá que averiguar dónde están ahora. No le servirá de nada —añadió Lambert al tiempo que se levantaba—. Nunca dará con los maleantes que vieron a Godman salir del callejón. La mitad de ellos probablemente haya muerto. El portero le dirá exactamente lo mismo, y el golfillo, que es el único que lo vio, no es de fiar en absoluto, eso si puede echarle el guante. La florista, en cambio, podrá serle de ayuda, y haré llamar a Paterson.

—Gracias —dijo Pitt.

Lambert se dirigió a la puerta y la abrió. Llamó a un sargento y le indicó que fuera a buscar los expedientes del caso de Farrier’s Lane, luego volvió a la estancia y miró a Pitt con expresión ceñuda.

—Si encuentra algo… me gustaría que me lo dijera.

—Naturalmente.

El sargento entró sin que mediaran más palabras. Pitt le dio las gracias y se llevó los expedientes para leerlos en la pequeña sala que le ofreció Lambert.

Había leído las declaraciones de Joshua Fielding y Tamar Macaulay, y estaba a medio camino con la del portero del teatro, cuando entró el sargento Paterson. Parecía nervioso, pero no había rastro de ira en él ni daba la impresión de estar ofendido.

—¿Desea verme, señor?

—Sí, se lo ruego. —Pitt le indicó la silla frente a él, y Paterson se sentó de mala gana, el rostro inquisitivo.

—Vuelva a contarme todo cuanto recuerda del caso de Farrier’s Lane —pidió Pitt—. Comience con lo primero que oyó al respecto.

Paterson emitió un suave suspiro antes de empezar.

—Entré de servicio temprano. Un agente envió un mensaje para informar de que el chico del herrero de Farrier’s Lane había encontrado un cadáver espantoso en el patio, de modo que me mandaron allí para ver de qué se trataba. —No apartaba la vista del rostro de Pitt—. A veces nos llegan esa clase de informes y luego resulta ser un borracho o alguien que ha fallecido de muerte natural. Fui inmediatamente y encontré al agente Madsen en la entrada de Farrier’s Lane, blanco como el papel y con aspecto de ser él quien estuviera listo para su entierro. —Su voz era de una monotonía tensa, como si hubiera relatado esos mismos hechos varias veces y siguiera odiándolos con igual intensidad—. Estaba amaneciendo. Me condujo hasta el patio de las caballerizas, junto a la herrería, por el callejón, y tan pronto como hube entrado en el patio y me di la vuelta, allí estaba. —Titubeó y luego siguió hablando—. Clavado a la puerta de las caballerizas como… le pido me disculpe, señor, como el Cristo de los crucifijos, con grandes clavos que le atravesaban las manos y los pies… y las muñecas. Supongo que para que aguantaran el peso. —El propio Paterson estaba muy pálido, y el sudor le perlaba el labio—. No lo olvidaré mientras viva. Es la cosa más terrible que he visto en mi vida. Sigo sin entender cómo alguien pudo hacer algo así a otro ser humano.

—Según el forense ya estaba muerto cuando se lo hicieron —dijo Pitt con amabilidad.

Dos puntos rosados ardían en las mejillas de Paterson.

—¿Insinúa que eso mejora las cosas? —preguntó con voz apagada—. ¡Sigue siendo una blasfemia!

Pitt pensó en todos los argumentos según los cuales no se trataba de una blasfemia para un judío y supo que no le servirían de nada a ese joven enojado, aún ultrajado al cabo de cinco años por la violencia física y mental de lo que había presenciado. Tanto odio le había herido de una forma imposible de olvidar.

—Lo sé —convino el inspector—. Pero al menos el dolor fue menor. A decir verdad quizá muriera deprisa, lo cual supone cierto consuelo para quienes lo amaban.

—Tal vez. —Paterson tenía el rostro tenso; el cuerpo, rígido—. No veo que eso cambie el hecho de que solo un monstruo haría algo así. Si está intentando decir que eso lo excusa en cierto modo, creo que se equivoca. —Se estremeció al revivir toda la ira y el miedo—. Si hubiéramos podido ahorcarlo dos veces, lo habríamos hecho.

Pitt no dijo nada.

—¿Cómo cree que Godman, o quienquiera que lo hiciese, se las arregló para clavarlo así? —preguntó en su lugar—. Cargar con un cuerpo muerto resulta muy difícil, por no hablar de levantarlo y sostenerlo mientras se le clava por las manos… o las muñecas.

—No tengo ni idea. —Paterson arrugó la cara mientras miraba a Pitt con una mezcla de perplejidad y aversión—. Yo mismo pensé en ello a menudo y me lo pregunté. Incluso se lo pregunté a él cuando lo atrapamos. Pero se limitó a decir que no había sido él. —Hizo una mueca de desprecio—. Tal vez los locos tengan la fuerza de diez hombres, como se suele decir. Lo cierto es que lo hizo. Tal vez usted cree que le ayudó alguien. ¿Es eso lo que está buscando, un cómplice?

—No lo sé —contestó Pitt—. Dígame, ¿qué ocurrió luego? Kingsley Blaine era un hombre bastante corpulento, ¿no es así?

—Sí, un metro ochenta, más o menos. Más alto que yo. Yo no habría podido levantarlo, un peso muerto, y sostenerlo.

—Entiendo. ¿Qué hizo a continuación?

Paterson seguía tenso, el rostro blanco y crispado.

—Mandé al agente en busca del señor Lambert. Sabía que era demasiado para encargarme yo solo. La media hora que estuve esperando su regreso fue la más larga de mi vida.

Pitt no lo dudó. Su imaginación le dibujó la figura del joven recortada contra la claridad diurna, cada vez mayor, sobre los adoquines relucientes, la respiración tenue en el aire helado, la fría fragua que el aterrorizado muchacho no habría encendido y el horrible cadáver de Kingsley Blaine aún crucificado en la puerta, las heridas de sus manos rojas y húmedas.

Paterson debía de estar viéndolo de nuevo. Tenía el rostro cadavérico, la boca torcida en un esfuerzo por controlarse.

—Continúe —instó Pitt—. Llegó el señor Lambert, y luego el forense, supongo.

—Sí, señor.

—¿Tocó algo el chico del herrero?

En otras circunstancias el rostro de Paterson habría resultado cómico. Ahora tan solo añadía a la tragedia lo apremiantemente absurdo, humano.

—¡Cielo santo, no! El pobre diablo estaba como loco, atemorizado. Para encerrarlo en Bedlam, así es como estaba. No habría tocado el cadáver aunque le hubiese ido la vida en ello.

Pitt sonrió.

—No, supongo que no. ¿Quién lo bajó?

Paterson tragó saliva. Estaba tan blanco que Pitt temía que fuera a vomitar.

—Yo, señor, con ayuda del forense. Los clavos estaban tan hundidos que necesitamos una palanca para sacarlos. Usamos una de la fragua. Para entonces ya había llegado el herrero. Parecía muy indispuesto cuando vio lo que había ocurrido. Lo vendió todo y regresó al pueblo del que había venido. —Se estremeció—. No ha vuelto a ser una fragua desde entonces. Ahora es un ladrillar, aunque el lugar se sigue llamando Farrier’s Lane. Tal vez de aquí a unos años pase a ser Brick Lane.

Pitt detestaba volver a abordar el tema que a todas luces su interlocutor prefería olvidar, pero no tenía elección.

—¿Qué le dijo entonces el forense, antes de que procediera al examen en sí? Seguro que usted se lo preguntó.

—Sí, señor. Dijo que el hombre, entonces no sabíamos su nombre, eso fue antes de que… de que miráramos en sus bolsillos. Sé que debería haberlo hecho de inmediato, pero no fui capaz. —Su semblante era desafiante y denotaba arrepentimiento a un tiempo. Pitt podía imaginar sus tumultuosas emociones—. Dijo que lo habían matado antes de clavarlo —continuó Paterson—. Que las manos no habían sangrado mucho, y tampoco los pies. Fue la herida del costado la que lo mató.

—¿Dijo qué creía que la había causado? —lo interrumpió Pitt.

—Bueno, sí, lo suponía —contestó Paterson a regañadientes—, pero después dijo que su suposición era errónea.

—No importa, ¿qué era lo que suponía? ¿Qué dijo?

—Dijo que creía que probablemente se tratara de alguna clase de cuchillo, uno muy largo y fino, como un puñal, de esos italianos de hoja estrecha. —Paterson meneó la cabeza—. Pero después, cuando lo hubo examinado bien, afirmó que probablemente fuera uno de esos clavos largos de herrador, como los que usaron para clavarlo a la puerta.

—¿Dijo a qué hora había muerto?

—A medianoche o alrededor de medianoche. Llevaba muerto algún tiempo, estaba frío. El forense estaba seguro de que no había muerto en las últimas dos o tres horas. Para entonces eran ya las seis y media. Dijo que debió de ocurrir antes de las dos de la noche. —El rostro de Paterson se tiñó de impaciencia—. Pero sabemos la hora, señor, por el testimonio del portero del teatro y por los hombres que merodeaban por Farrier’s Lane, quienes vieron salir a Godman después de que lo hiciera.

—Eso entonces no lo sabía —señaló Pitt.

—No.

—¿Qué pudieron averiguar del cadáver?

—Que era un caballero —respondió Paterson, todo su cuerpo rígido a medida que recordaba la imagen—. Estaba claro por su atuendo, por sus manos; nunca había trabajado duro. Sus ropas eran caras y había estado en algún tipo de fiesta, ya que vestía de etiqueta: frac negro, camisa con chorreras, botones dorados, bufanda de seda, todo eso. Y una capa. —Volvió a estremecerse—. Lo primero que hicimos fue buscar a gente que hubiese estado por la zona esa noche. Dimos con algunos mendigos y borrachos que habían dormido en la calle, en el extremo sur de Farrier’s Lane, y empezamos a interrogarlos. —Se relajó un tanto al pasar del cadáver a las circunstancias—. Habían estado despiertos la mitad de la noche alrededor de una pequeña hoguera en la calzada, un brasero para asar castañas o algo así, bebiendo probablemente. Dijeron que habían visto a ese caballero entrar en Farrier’s Lane alrededor de las doce y media, un caballero alto con una chistera, cabello rubio, no pudieron verlo bien, pero algunos mechones le caían en la cara. Nadie lo siguió al entrar. Les pregunté eso en particular y se mostraron bastante seguros. De forma que quienquiera que lo hizo le esperaba dentro. —Paterson se estremeció convulsivamente.

—Continúe —pidió Pitt. Podía ver la escena mentalmente, de igual modo que sabía que Paterson la veía. No quería que se explayara en ese punto de nuevo, pues la emoción le paralizaría el pensamiento—. ¿Cómo describieron al hombre que vieron salir de Farrier’s Lane? ¿He de suponer que solo era uno?

—¡Oh, sí! —exclamó Paterson con vehemencia—. No pasó ningún otro en una hora o más. Dios sabe cómo debió de sentirse cuando oyó lo que había ocurrido. Éste pasó furtivamente, dijeron.

—¿Eso dijeron? —preguntó Pitt, a quien la sorpresa hizo alzar la voz—. Parece poco habitual que esos hombres utilicen una palabra así.

—Bueno… —Paterson se ruborizó ligeramente—. En realidad dijeron que parecía asustado, como si prefiriera que nadie lo viese. Llegó al extremo del callejón, salió de las sombras, permaneció inmóvil por un momento para ver si pasaba alguien, luego se irguió y echó a andar bastante deprisa por la acera, sin mirar a izquierda o a derecha.

—¿Y dónde estaban ellos?

—Alrededor de un brasero, medio en la cuneta.

—Sí, pero ¿en qué lado de la calle? ¿Pasó Godman delante de ellos?

—Oh, no. Al otro lado, pero cerca de la entrada de Farrier’s Lane. Lo vieron bastante bien —afirmó Paterson.

—Al otro lado de la calle, pasada la medianoche, un grupo de merodeadores y borrachos. ¿Hay algún farol cerca de ese extremo del callejón?

El semblante del policía se tornó más grave.

—A unos dieciocho metros. Pasó por debajo de él. ¡Justo por debajo!

—¿Cómo lo describieron? —inquirió Pitt—. ¿Alto, bajo, delgado, corpulento? ¿Qué dijeron? ¿Cómo iba vestido?

—Bien… —Paterson hizo una mueca—. Dijeron que parecía bastante corpulento, que iba vestido con un gabán pesado, oscuro, pero que tal vez lo llevara desabrochado y eso lo hiciera parecer algo más voluminoso. No estaban tan cerca y no le prestaron mucha atención. ¿Por qué iban a hacerlo?

—¿Y qué hay de la sangre? Su informe menciona la sangre, y debió de haber mucha. No se puede cometer un asesinato así sin que haya sangre por todas partes.

Paterson dibujó una mueca de dolor y miró a Pitt con odio.

—Dijeron que habían visto una mancha oscura, pero pensaron que se había peleado o que le sangraba la nariz.

—De forma que en realidad no hubo descripción alguna —recalcó Pitt.

—No —admitió Paterson a regañadientes—. No minuciosa, pero sí lo bastante buena. No es que saliera precisamente más de un hombre del callejón durante el tiempo que estuvieron allí. Y hay una luz en el patio. Ningún hombre inocente habría salido de ese lugar y se habría alejado sin más ni más.

—No—concedió Pitt—. Eso ha de ser cierto. ¿Qué hicieron ustedes a continuación?

—El forense nos dijo quién era —prosiguió Paterson—. Encontró su nombre en algunas cosas de sus bolsillos, y también estaba el resguardo de la entrada del teatro para esa noche. De modo que sabíamos dónde había estado hasta una hora o así antes de que lo mataran. Naturalmente fuimos allí.

—¿A quién vieron?

—Bien, las únicas personas que pudieron decirnos algo fueron la ayudante de camerino de la señorita Macaulay, una tal señorita Primrose Walker, y el portero, ahora no recuerdo su nombre…

—Alfred Wimbush —recordó Pitt—. ¿Qué dijeron?

—El portero explicó que el señor Blaine asistía al teatro con cierta regularidad y que después siempre iba a los camerinos con la señorita Macaulay —relató Paterson—. Se quedaba a cenar bastante a menudo. Ella no dijo nada, pero era evidente que se tenían cariño, por decirlo finamente. —Había un tono burlón en su voz, y a Pitt le costó trabajo pasarlo por alto—. Fue un duro golpe para ella —añadió Paterson con más amabilidad—. Se lo tomó mal. Dijo que el señor Blaine había estado allí aquella noche y se había quedado con ella hasta tarde. Después admitió que le había dado un precioso collar que, según él, había sido propiedad de la familia de su esposa durante años. Y la señorita Macaulay le había dicho que lo luciría en la cena, pero que luego él tendría que llevárselo, ya que no estaba bien que ella se lo quedara. Al menos eso contó la señorita Walker, pero no parece que él se lo llevara, ya que no lo tenía encima cuando lo encontramos.

—De modo que Kingsley Blaine se quedó hasta tarde con la señorita Macaulay. ¿Cuando se marchó?

—Alrededor de medianoche, o-muy poco después, digamos a las doce y cinco —contestó Paterson—-. Nos lo dijo Wimbush. Vio salir al señor Blaine y después cerró la puerta. Dijo que apenas hubo puesto Blaine un pie en la calle se le acercó un muchacho que venía corriendo desde el otro lado y le dio un mensaje, algo de reunirse con alguien en un club para arreglar las cosas. Blaine pareció entenderlo, dijo que así lo haría, se subió el cuello del abrigo y se dirigió hacia Farrier’s Lane… o en esa dirección, al norte, hacia el Soho.

—¿Vio el portero quién dio el mensaje al muchacho?—preguntó Pitt.

Paterson se encogió levemente de hombros.

—Una silueta, no mucho más. Dijo que pensaba que era alguien bastante corpulento, pero luego cambió de opinión y no estaba seguro de si lo era porque estaba sumido en la sombra. No cabe duda de que el portero no le vio la cara.

—Entonces, por lo que a él respecta podría haberse tratado de Aaron Godman o de casi cualquier otro, ¿no? —observó el inspector.

—De cualquiera de una estatura más o menos media —convino Paterson—. Pero si fue Godman, habría tenido cuidado de que no lo vieran, ¿no es cierto? —Arqueó las cejas—. Porque sabría que el portero lo reconocería y se acordaría.

—Cierto. Usted encontró al muchacho. ¿Qué dijo?

Paterson se mostró menos seguro.

—Como le dije, no era un testigo muy bueno. Solo un golfillo que mendigaba, robaba y sobrevivía como podía. Odiaba a la policía, como todos los de su calaña. —Resopló y se revolvió un tanto en su asiento—. Dijo que el hombre que le dio el mensaje era viejo, luego que era joven. Dijo que era grande, luego normal. Francamente, señor, no creo que lo supiera. Solo le importaban los seis peniques que el tipo le pagó. Dijo que tenía nariz de judío y que parecía muy alterado. Pero es normal que lo estuviera. Estaba pensando en matar a un hombre.

—¿Se mostró inseguro en todo momento o cambió de opinión? —inquirió Pitt mirándolo a los ojos.

Paterson dudó.

—Bueno… cambió de opinión pero, francamente, no creo que lo supiera. No fue de ninguna ayuda desde el principio. Era de esos… La mitad de las veces no sabes si lo que dicen es verdad o mentira.

—¿Identificó a Aaron Godman?

—No, no exactamente. Dijo que no estaba seguro. Pero los tipos como ese no suelen ayudar a la policía.

—¿Qué les hizo pensar en Godman? ¿Por qué no O'Neil o Fielding?

—Oh, pensamos en ellos, bastante. —La voz de Paterson era brusca ahora; su semblante, airado—. Y admito que a menudo se me pasó por la cabeza que tal vez el señor Fielding supiera más de lo que decía. Sin embargo, se demostró sin lugar a dudas que fue Godman quien lo hizo.

—¿Acaso no se pelearon Blaine y O'Neil?

—Sí, y supimos por algunos caballeros que oyeron la pelea por casualidad que fue bastante dura en su momento, pero es la clase de discusiones acaloradas que tienen los jóvenes cuando han abusado del champán y creen que se ha puesto en duda su honor. —Miró a Pitt con irritación, como si este estuviera sacando de quicio el tema—. Fue por una apuesta y solo había en juego unas cuantas libras, algo que podría parecemos mucho a usted y a mí, pero que no lo era para los de su clase. Solo un loco mataría a su amigo por unas libras. —Torció la boca al recordarlo, y de nuevo la rabia y el horror superaron su momentáneo enojo con Pitt—. Le ruego que me perdone, señor, pero usted no vio el cuerpo. Un hombre tendría que estar loco de odio para hacer eso a alguien. Eso no fue consecuencia de un pronto por una apuesta, quienquiera que lo hizo albergaba un odio persistente, profundo, antes de llegar a lo de esa noche.

Pitt no lo discutió. La fiereza en la voz de Paterson y el recuerdo enfermizo en sus ojos ahogaron sus palabras antes de que llegara a pronunciarlas.

—O'Neil está casado con la viuda de Blaine, lo sabe ¿verdad? —dijo en su lugar.

—Sí —afirmó el otro entre dientes—. Y no crea que no me he preguntado si no lo tendría en mente antes de que muriera Blaine —agregó con brusquedad—. Podría ser. Pero eso no quiere decir que matara a Blaine. No, señor, Godman lo hizo. —Había dureza en su rostro, un destello de asco en sus ojos azules—. Blaine estaba jugando con su hermana. La dejó encinta y prometió casarse con ella, cosa que no pretendía hacer —dijo con amargura—. Y cuando Godman se enteró, perdió la cabeza. Usted sabe que a los judíos no les gusta que toquemos a sus mujeres más de lo que a nosotros nos gusta que ellos toquen a las nuestras. Creen que no somos tan buenos como ellos, que somos inferiores, si usted quiere. Ellos son los elegidos del Señor, nosotros no. —Se puso tenso y se revolvió un tanto, inquieto—. Creen que Cristo era un blasfemo y lo crucificaron. Me temo que algunos aún siguen odiándonos. Y Godman era uno de ellos. Cuando averiguó lo que le había pasado a su hermana se volvió loco. —Se estremeció y soltó todo el aire de golpe, sin dejar de mirar a Pitt.

Éste podía mascar la emoción que flotaba en la sala. De pronto se dio cuenta, como no lo había hecho antes, de lo que había sido la investigación inicial, el horror que lo había impregnado todo, el miedo a la violencia y a la locura, y luego la ira. Lo sintió, se posó en él como un frío enfermizo. Había estado tratando de entenderlo con la mente. Debería haber utilizado su imaginación, su instinto.

—¿Por qué está tan seguro de que fue Godman? —preguntó tan tranquilo como pudo, si bien percibió el temblor de su propia voz—. Aparte del móvil.

—Lo vieron —respondió Paterson sin dudarlo, los hombros rectos, la barbilla alzada—. Con seguridad. Sin sombras, sin duda. Se paró a comprar flores, ¡bastardo arrogante! Una especie de celebración de lo que había hecho. —Su voz rezumaba furia—. Permaneció justo debajo de la luz. Sea como fuere, la mujer lo conocía. Había visto su rostro en un cartel y lo reconoció de inmediato. En Soho Square, a menos de medio kilómetro de Farrier’s Lane y algunos minutos después de que pasara. Godman mintió. Dijo que fue treinta minutos antes.

—Entiendo. Usted logró dar con la florista, ¿no es cierto? Buen trabajo.

—Gracias, señor.

—¿Qué estaba haciendo O'Neil a la hora del asesinato?

—Jugando en un club a alrededor de dos kilómetros de distancia.

—¿Testigos?

Paterson alzó un hombro.

—Más o menos. Puede que saliera, pero lo habrían visto al volver. Después de un asesinato así habría sangre por todas partes. —De nuevo su rostro reflejaba todo el horror y la ira que aún sentía.

—¿Y Fielding?

—Se fue a casa. No hay pruebas, naturalmente. —Se encogió de hombros—. Pero no hay motivo para sospechar de él, ya que no cabe duda de que Godman estaba solo. Los hombres que se encontraban a la salida de Farrier’s Lane lo juraron. Quizá Fielding lo supiera o se lo imaginara después, pero sin lugar a dudas no se encontraba allí en aquel momento.

—Gracias. Está todo muy claro.

—¿Eso es todo, señor?

—Eso creo.

Paterson se puso en pie.

—Ah, solo una cosa más —se apresuró a añadir el inspector.

—¿Sí, señor?

—Cuando Godman compareció en el tribunal presentaba graves magulladuras, como si alguien le hubiera pegado una paliza. ¿Quién lo hizo?

Paterson se puso rojo.

—Yo… eh… bueno, no era un preso fácil.

Pitt enarcó exageradamente las cejas.

—¿Opuso resistencia?

El policía tartamudeó y luego guardó silencio.

—¿Sí?—insistió Pitt.

La dureza volvió a instalarse en el rostro de Paterson.

—Si hubiera visto lo que hizo a Blaine, señor, no preguntaría, porque usted sentiría lo mismo.

—Entiendo. Gracias, Paterson. Eso es todo.

—Sí, señor. —Paterson se cuadró bruscamente, luego se dio la vuelta y salió.

Durante los dos días siguientes Pitt siguió, paciente, los pasos de Paterson. Dio con Primrose Walker, la ayudante de camerino de Tamar Macaulay, con gran facilidad. Aún seguía en la compañía y continuaba desempeñando la misma labor. Repitió lo que había dicho en un principio, que Kingsley Blaine visitaba a la señorita Macaulay con frecuencia y que esa noche le había regalado un collar muy caro. Lo describió con gran precisión: una espiral de diamantes y turquesas. Explicó que la señorita Macaulay lo había aceptado a regañadientes y solo para lucirlo esa noche, que luego lo devolvería. ¿La había visto la señorita Walker devolverlo? No, naturalmente que no. Ella no sirvió la cena con champán. No podía añadir más.

Las preguntas de Pitt eran una mera formalidad. Este ya había concluido que la ayudante de camerino repetiría lo que había dicho antes y que respaldaría a Tamar Macaulay y, por lo tanto, a Aaron Godman. Lo único que le sorprendió un tanto fue que, al hablar de Kingsley Blaine, su rostro se suavizó y resultó obvio que conservaba de él un grato recuerdo. En ella no había, ni siquiera ahora, rastro de antipatía ni sensación de que hubiera traicionado a su señora.

Wimbush, el portero del teatro, también repitió su testimonio original. Era un hombre bajito, lúgubre, de nariz larga.

—No, no lo vi del todo bien —respondió cuando Pitt le preguntó por el hombre al otro lado de la calle que había enviado al chico con el mensaje—. Parecía un tipo corpulento en la sombra de la pared de enfrente.

—¿Recuerda algo de él?—inquirió el inspector—. Cierre los ojos y trate de evocar la escena. Repásela mentalmente, el modo exacto en que ocurrió. Estaba usted en la puerta, asegurándose de que saliera todo el mundo para cerrar. Salió Kingsley Blaine. ¿Fue el último?

—Oh, sí, señor.

—¿Y qué hay de la señorita Macaulay?

—Salió unos minutos antes —contestó Wimbush—. El señor Blaine volvió a buscar sus guantes, se los había dejado en la mesa. Pedí un coche para la señorita Macaulay y se marchó antes de que saliera el señor Blaine. Di al señor Blaine las buenas noches, y se disponía a buscar un coche cuando este chiquillo flaco, de unos once o doce años, se le acerca y le tira de la manga. Iba a decirle que se largara cuando dijo que tenía un mensaje de un tal señor O'Neil, que decía que sentía lo de la pelea que habían tenido y que, después de todo, el señor Blaine tenía razón. Y que si el señor Blaine se reunía ya mismo con él en el club Dauro's, harían las paces. —Alzó sus menudos hombros—. Así que el señor Blaine dijo que sí, que por supuesto que lo haría, dio al chico las gracias y unos peniques, después se dirigió hacia Farrier’s Lane, pobre diablo. Esa es la última vez que lo vi con vida.

—¿Y el hombre que envió el mensaje? ¿Cree usted que era el señor O'Neil?

Wimbush hizo una mueca.

—No puedo decir que sí. Tampoco puedo decir que fuera el señor Godman. Era solo una silueta en la sombra, grande, con un abrigo pesado. Pero le diré algo, o era un petimetre o vestía como tal.

—De modo que todo el mundo supuso que era alguien que conocía al señor Blaine —razonó Pitt lo más cortésmente posible. No debería sentirse decepcionado, pero lo estaba.

—Me ha pedido que le contara lo que recordaba —espetó Wimbush, la sensibilidad herida—. Le he dicho que era un petimetre. Sombrero de copa, bufanda de seda. Recuerdo haberla visto a la luz, toda blanca alrededor del cuello.

—¿Gastaba el señor Godman sombrero de copa y bufanda de seda?

—No, a menos que fuera a algún sitio especial. —En los labios de Wimbush se dibujó una sonrisa de desprecio—. Venía aquí a trabajar. Ni siquiera los caballeros van a trabajar con sombrero de copa y bufanda de seda.

—¿Y aquella noche? —inquirió Pitt intentando que su voz no delatara premura. Lambert ya se lo habría preguntado, aun cuando Paterson no lo hubiera hecho.

—No —contestó el portero—. Pero entonces dirán que los sacó de vestuario o algo. Eso dijeron en su momento. Aunque nadie se molestó en preguntar por qué iba a hacer eso. Solo para llamar más la atención, diría yo. La bofia no piensa como la gente normal. —Carraspeó como si fuera a escupir, a continuación miró a Pitt a los ojos y cambió de idea.

—¿Vio usted salir al señor Godman esa noche?

—No. Ojalá lo hubiera visto. De todos modos supongo que lo vi, pero no me fijé.

—Entiendo. Gracias.

Pitt se dijo que debía acordarse de preguntar si Godman llevaba bufanda cuando lo arrestaron.

Volvió a hablar con Tamar Macaulay, quien repitió lo que ya había contado. Al inspector le incomodó la crueldad de tener que recordarle de nuevo un acto que le había arrebatado de golpe a su hermano y al hombre que amaba. En medio del polvo de los bastidores, los desnudos y fríos tablones, los enormes telones de foro que colgaban de las poleas sobre sus cabezas, los focos apagados, su semblante moreno era impenetrable. Solo la veía a luz amarillenta de un aplique de gas del pasillo que conducía a los camerinos. Algunos teatros ya tenían electricidad, pero este no era uno de ellos.

Observó su aire enérgico, la cuenca de sus ojos, el perfecto equilibrio de la nariz, las mejillas y la mandíbula que otorgaba esa fuerza a su rostro. Debía de merecer la pena esperar a recibir su ternura, su risa, ganárselas. ¿Cómo había imaginado Kingsley Blaine que podía jugar con una mujer así y luego esperar alejarse sin más ni más? Debía de ser un iluso, un soñador, un completo e irresponsable iluso. Ella sería capaz de sentir una pasión lo bastante intensa como para crucificar. ¿Defendía a su hermano con tanta fiereza, y con tanto sacrificio, porque creía que Blaine lo merecía? ¿Lo habría hecho ella misma si hubiera tenido la fortaleza física? ¿Era la culpabilidad lo que la movía ahora?

—Señorita Macaulay —dijo, rompiendo el misterioso silencio velado de su isla de irrealidad. Alrededor de ellos el teatro tenía vida con los sonidos de los preparativos—. Si no fue el señor Godman quien mató a Kingsley Blaine, ¿quién entonces?

Ella se volvió y lo miró con un repentino brillo de humor en los ojos. En la penumbra resultaba exagerado y, extrañamente, sin malicia alguna.

—No lo sé. Supongo que Devlin O'Neil.

—¿Por lo de la pelea por una apuesta? —Pitt dejó traslucir su incredulidad.

—Por Kathleen Harrimore —corrigió ella—. Quizá el apasionamiento surgiera de lo que sentía por ella y de saber que Kingsley la engañaba conmigo. —Una sombra de remordimiento afloró a su rostro, un dolor inconfundible—. Y quizá se le pasara por la cabeza que Kathleen sería la heredera de los bienes de Prosper Harrimore, que son muy considerables. Y que, naturalmente, entretanto tendría la vida asegurada, una vida excelente. —Se volvió para mirarlo a los ojos—. ¿Considera que es cruel por mi parte acusarlo? Yo no lo creo, usted me ha preguntado quién podría haberlo hecho. No creo que fuera Aaron. Nunca lo creeré.

Pitt no lo discutió. No había más que decir. Le dio las gracias y se marchó con el propósito de buscar al golfillo, la única persona que había visto el rostro del asesino —si bien en la oscuridad— y oído su voz.

Sin embargo, aunque buscó en todas las avenidas que se le ocurrieron y en los expedientes policiales, preguntó a los agentes de la comisaría de Lambert y a sus propios contactos en las calles y en los bajos fondos, no tuvo éxito. Había rumores, falsas pistas, información que resultó no ser cierta o que llegó demasiado tarde. Al parecer Joe Slater no deseaba ser localizado.

Finalmente el tercer día, gris y frío, con un viento cortante del este, dio con él en Seven Dials, junto a un puesto de botas usadas. Era larguirucho y de cabellos rubios, el rostro circunspecto y receloso.

—No me acuerdo —aseguró con rotundidad; los ojos entornados—. Ya dije todo lo que sabía cuando me lo preguntaron la otra vez. ¡Ahora déjenme en paz! Colgaron al pobre diablo. ¿Qué más quieren? No sé nada más.

Eso fue lo único que Pitt pudo sacarle. Se negó a volver a hablar del tema. Estaba enfadado, la amargura inundaba su rostro.

El inspector subía por las escaleras de la comisaría de policía cuando se encontró con Lambert, quien bajaba con el rostro blanco, la mirada perdida, conmocionado. Se detuvo bruscamente, casi chocando contra Pitt.

—Paterson ha muerto —informó con voz apagada; las palabras se le atropellaban—. ¡Ahorcado! Alguien lo ha ahorcado. El juez Livesey acaba de encontrarlo.